FORO CUBANO Vol 3, No. 25 – TEMA: ARTES Y LETRAS POLÍTICAS –
El poder desalmado del totalitarismo
Por: Katherine Bisquet
Octubre 2020
Vistas
para ana y luis
“El romanticismo no nos enseñó a pensar: nos enseñó a sentir. El crimen de los revolucionarios modernos ha sido cercenar del espíritu revolucionario al elemento afectivo” Octavio Paz, La llama doble.
La editora me acaba de escribir. Me dice que está a la espera de mi texto, que es necesario que se lo mande a finales de mes. Las presiones de recibir pagos adelantados. Le digo que tenga paciencia que pronto se lo envío. Eso mismo me digo, supongo, para calmar la conciencia de mis deudas, de mis procrastinaciones. Lo cierto es que llevo un tiempo experimentando la abulia para el trabajo escritural o el ejercicio de pensar. He querido o he sentido el deseo de manifestar un accionar que tenga que ver más con las operatorias del activismo, exteriorizar toda mi inconformidad a través del cuerpo o de maniobras tácitas, golpeadoras, efectivas. He suplantado, básicamente, toda la teoría por la acción, con la esperanza de alcanzar una mayor garantía, aunque desesperada, para el cambio, la transformación del estado de las cosas, la normalidad impuesta. Pues al parecer, no confío ya, no a estas alturas, en un pensamiento sin gestualidad, sin cuerpo, sin sacrificios.
Creo que mis impulsos temerarios pueden estar dados por un cansancio de la búsqueda de la sanación mental, la justicia kármica, el fluir temporal que restablezca las cosas, las estrategias, la unificación, la paz; algo que sin posicionamientos radicales o disidencias activas no va a ocurrir. Pero sobre todo, creo que el impulso hacia la rebeldía, hacia la lucha física/activa sobre la lucha mental, está más dado por la búsqueda de significados que produce el desamor. Pero siempre después del dolor, el dolor es fundamental, da lo mismo si proviene de la pérdida o de la enfermedad, o del nada que perder. Todo el “estar puesto”, que quiere decir eso mismo, esperar el momento justo a darlo todo, puede significar el sacrificio, la inmolación de un alma que ya está resentida. Nadie dona un cuerpo con un alma rebosante de felicidad. Sin embargo, la guerra demanda hombres que en primera fila luchen por algo que los satisfaga, que los llene de exaltación y dicha como mismo lo experimenta un recién enamorado. Un hombre ha de entregar un cuerpo adolorido, un alma descompuesta. Y morirán en nombre de la lucha todos aquellos que por una causa u otra estén privados del amor.
Y pudiera parecer que toda esta grandilocuencia se sostiene, si acaso, con la saga hollywoodense de la serie cinematográfica del temerario John Wick. Pero quisiera reforzar o forzar esta teoría con viejos parámetros totalitaristas que han encontrado en el desamor una buena arma de lucha en todas sus versiones, en la pro y en la contra, porque lo que sí es seguro, es que ambos casos nacen del mismo desamor individual, tanto el que lo defiende como el que se rebela.
El estado totalitario podría ser, como define Octavio Paz en su libro “La llama doble”, el primer poder desalmado en la historia de los hombres. De ahí, señala Paz, la frecuencia del término ingeniero en la época de Stalin. El ingeniero constructor del socialismo, operador de la fábrica de ideas, la máquina de hacer hombres, hombres nuevos, robots en series, cabezas lobotomizadas/formateadas, cuerpos sin almas/sin corazón. El ingeniero ejecutor se convierte en su propio producto, se resetea a sí mismo, se endurece o se paraliza en esa edificación o muro en pie de obra que nunca llega a finalizar, que está infinitamente condenada a quedar inconclusa: “la obra del siglo”, la historia sin fin. Para eso ha de perder su individualidad, se reduce el hombre al estado de cosa y de instrumento, se le despoja de su singularidad, de su sentir, de su humanidad. De esta manera los engendros pueden acometer un solo amor absoluto, el de la Patria encarnada en un Estado; solo pueden morir por ese amor representado, o al menos solo a través de esa muerte podrán trascender y alcanzar el heroísmo.
“Si he de serle sincero, yo no vi héroes allí. Locos sí que vi, gente a la que le importaba un rábano su vida. Temeridad, toda la que usted quiera, y sin que hiciera ninguna falta. Yo también tengo diplomas y cartas de agradecimiento. Pero eso era porque yo no tenía miedo a morir. ¡Me importaba un comino! Hasta era una salida. Me hubieran enterrado con todos los honores. Y a cuenta del estado”.
Estas son las palabras de Arkadi Filin, tomadas de su testimonio recogido en “Voces de Chernóbil” de Svetlana Alexiévich. Arkadi se encontraba ya en un estado de sufrimiento cuando fue reclutado como liquidador en las ruinas de la central atómica: “Entonces yo estaba como loco. Me había engañado mi mujer; todo lo demás me parecía una nimiedad.” Habría muerto casi seguro años más tarde de cáncer producto de las radiaciones, pero la acumulación de roentgen en su cuerpo resentido por el dolor del alma, no fue la causa real de su fallecimiento. El hombre había ido a morir, sí, a morir por amor.
El estado moral del comunismo nos ha impuesto un paradigma ideal inflado de lo que es amor. La Patria es el ser amado, los líderes son nuestros novios. Los estándares del amor se revisten de lo intocable, de lo sagrado. Nunca olvidemos que el comunismo es rojo como la sangre pero también como el corazón. Sin dudas las leyes marxistas están basadas en un amor autoritario, casi tóxico. Todos le deben amar, quien no ame es traidor, deberá morir, será sacrificado frente a la horda de amantes. Así mismo cada cual esconde su amor carnal, lo reduce a nada, lo simplifica; porque qué puede ser una persona en comparación con la Patria. El amor, madre, a la Patria, ha sido el versículo de estos enamorados de la Revolución. ¿Son acaso humanos del desamor? No. La historia no contada de los revolucionarios se esconde en los amantes. La verdadera naturaleza de los dioses, no se desarrolla en el Olimpo, sino en los amores imposibles con los simples mortales.
Ese patriotismo se extiende a todos, desde un Hatuey quemado en la hoguera hasta los disidentes actuales que se inmolan en una cárcel con una huelga de hambre. Todos esos temerarios caen en la imprudencia como mismo un joven enamorado. La pasión habla, pero también el valor, pero también la precipitación de la pasión. Esos que sacrifican sus cuerpos, ya habían de antemano ofrecido su alma, un alma incapacitada para amar o al menos no para amar de la misma manera incondicional a otro ser. Estos son los héroes del desamor. Pero, ¿cómo enfrentar al totalitarismo desde el desamor?
El estado totalitario como poder desalmado opera de una manera calculadora. No incide en ti directamente, al menos no al principio. Incurre en tus seres queridos, en tus puntos flacos para desestabilizarte. Se queda atrás, al acecho, como un tiburón detrás de una mancha de peces, a la espera del rezagado, del más débil. Esos seres a los que el Estado violenta, a los que atemorizan o al menos preocupan, son los que te hacen cuestionar tu accionar. No es tu cuerpo, tu mente o tu vida la que corre peligro, eso ya dejó de importar en algún punto. Son los seres que amas, tus dolientes, los que realmente te convierten en un ser racional, compasivo, estratégico o, en el peor de los casos, temeroso. Son los jinetes solitarios, los gamos sueltos, los que han perdido a sus seres amados o a los que ya le han quitado una parte de su vida, esos que viven en el desamor por cualquier motivo, los que darán su vida en sacrificio en nombre de la esquizopatria.
Un amigo dice que es más el tiempo que uno gasta separándose de su pareja que el tiempo invertido y consumido en la relación. Eso puede ser un acierto. Querría uno ser salvado de alguna manera, estar en los enfrentamientos a pequeña escala de cuerpo contra cuerpo para no declinar en la pereza de un impasse atemporal, de desidia. Querría, no sé, salvarse de la verdadera lucha interna, de quedarse solo, de conciliarse con uno mismo. Pero para otros significaría un pretexto, un nada que perder, un momento perfecto despojado de lastres para concentrar fuerzas y energías por un amor mayor, un verdadero amor, algo que no te traicionaría, algo a lo cual atarse, algo justificable y significativo por lo cual morir, por lo cual “estar puesto” bajo cualquier circunstancia. Ese algo que versa en el morir por la patria es vivir. Este algo que no te va a reprochar la pasión, la desmesura, la violencia, la sociopatía, el acoso, la atadura, la fuerza, la tiranía; porque todo será por un fin mayor, por algo trascendental, una lucha en ciernes que encierra a todos, que incluye a otros, incluso, aunque no quieran pertenecer a esa causa; o porque este algo abstractamente representado como el ser amado no es de carne y huesos y puede soportar en todos los sentidos las consecuencias de la pasión. El héroe revolucionario que no quiere ser salvado. Actúa bajo los efectos de las mismas toxinas del amor, pero no es amor, no, dice el héroe, es amor a la Patria, y la patria puede ser cualquier cosa, una idea sublime que lo exonera del mismo sentimiento. Y por eso se arrastrará, morirá. Hará por un ideal lo que nunca hará por ningún ser humano.
Pero, ¿qué pasa cuando se deja de creer o de tener convicción por eso que se lucha, cuando no existe esa emoción o amor hacia el ideal o ideología antes amado, cuando el proyecto revolucionario falla o fracasa, te decepciona? Los más terribles efectos del desamor en esta guerra o batalla de ideas como los mismos comunistas cubanos expresan a su estratagemas propagandísticas se vislumbran en la actualidad. El pueblo de Cuba, en su generalidad, no cree ya ni siente amor por la Patria Revolucionaria. La gente de Cuba está ocupada en otras cuestiones de supervivencia como para dedicarle tiempo al amor idílico que no le corresponde. La gente está decepcionada, pero tampoco hace nada por deshacerse de ese desamor que le imposibilita amar otras cosas. Ganan terreno así aquellos que sí luchan por un ideal de libertad, de bienestar, de democracia. Son la minoría los que buscan ese otro amor, y si bien tienen a su favor un Estado solitario y viciado, tienen por otro lado en su contra un pueblo desapasionado sin ganas de luchar. En este sentido, sería poderoso crear la confianza y enamorar a la gente. No forzar en ninguna medida un amor por nada, porque ya esa gente lleva muchos años viviendo en desconfianza, prohibiéndose amar otra cosa, viviendo con su dolor en su máxima expresión interna, que es callar y asumir, que es vivir sin motivaciones, que es estar limitado a no desear más, a no moverse más.
“Pido amor. Pero tengo miedo. Me da miedo amar. Tengo novio, ya hemos entregado los papeles al registro. (…) Mi novio me llevó a su casa; me presentó a su familia. A su madre, una buena persona. Trabaja en una fábrica, de economista. Es activista social. Va a todos los mítines anticomunistas, lee a Solzhenitsin. Pues bien, esta buena madre, cuando se enteró que soy de una familia de Chernóbil, de los evacuados, me preguntó asombrada: «Cariño, ¿pero tú puedes tener hijos?». Ya hemos entregado los papeles. Él suplicaba: «Me iré de casa. Alquilaremos un piso». Pero a mí no se me salen de la cabeza las palabras de su madre: «Cariño, para algunos parir es un pecado». Amar es pecado.”
En este otro ejemplo de Katia P. tomado de “Voces de Chernóbil”, hay un deseo por alcanzar el amor pero la propia condición de la enfermedad de Katia la convierte en un ser inadaptado, a su vez que es despreciada por los mismos que indirectamente propiciaron su desdicha. Katia no podría estar más confundida y decepcionada del Poder que debería tener la grandeza de acogerla, pero la repele. En ese estado de sufrimiento, Katia podría ser una excelente opositora, activista por sus derechos a amar. Era el año 1986 y la Unión Soviética se venía abajo. Tal vez, gracias a personas como Katia, que solo querían amar. Y dentro de sus propias imposibilidades otros lucharon por algo más grande que les permitiera amar, si no a los ya condenados, a las futuras generaciones fuera de las radiaciones del totalitarismo.
Referencias
Aleksiévich, S. (1997). Voces de Chernóbil. Moscú, Rusia: Ostozhye