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FORO CUBANO Vol 5, No. 51 – TEMA: INSEGURIDAD ALIMENTARIA 

Un fin de año en La Habana: breve crónica del hastío de una ciudad

Vistas

Por:  4Métrica

Diciembre 2022

Mi última Nochevieja en La Habana fue en el 2019, justo antes de declararse la pandemia de Coronavirus. Luego vinieron los embates finales de la Coyuntura, la reunificación monetaria, la Tarea Ordenamiento, las colas, los LCC o luchas contra los coleros, la disolución de los LCC y las listas y números de racionamiento, los apagones, las manifestaciones ciudadanas, los juicios y condenas contra los manifestantes, más leyes represivas y de aleccionamiento, y otras leyes para cosmetizar las leyes represivas. Aunque la Isla siempre ha sido un terreno convulso donde cada semana pareciera que anuncian una medida económica, decretan una ley, o sale a la luz una información que cambia de forma trascendental la vida de muchos, era difícil imaginarse el rumbo que tomaría la sociedad tres años después.

 

A casi tres años de mi última Nochevieja las casas de mi cuadra no habían cambiado mucho, no así sus habitantes. Viviendo en un barrio bullicioso de la Habana periférica mi barrio tiene una quietud fuera de lo normal, una atmósfera que no podría describirse únicamente como tranquila, sino que tiene componentes de hastío, cansancio, evasión y vacío. Del lado de la calle donde se ubica mi casa, solo la vivienda a la derecha está habitada. Salvo mi vecina, mi familia, y un puesto de viandas en la esquina, el resto de la calle está vacía. Algunos vecinos han muerto, pero la mayoría ha emigrado y dejado sus pertenencias detrás, en una venta que cada mes baja un par de cifras por la ausencia de compradores. La familia numerosa de la acera enfrente también se fue de a poco y solo queda una tía rezagada. El garaje con el taller automotriz está totalmente vacío. Mi vecina no se lamenta, dice que ya puede dormir la siesta sin que el reguetón la despierte, que ahora parece que vive “en una villa”.

 

La conversación entre la gente del barrio también ha cambiado. El tema principal es la actualización sobre quién se ha ido esa semana “a ver los volcanes”, quién se ha ido “por travesía”, quién “está en la frontera”. Todas las personas con las que hablo tienen un pariente o conocen a alguien que ha realizado uno de estos viajes, ya sea a pie por la selva, en balsa por el mar o por un vuelo directo. Cuentan con aires de hazaña su costo, duración, algún contratiempo o riesgo, y la forma de asimilación en el destino. En España, Estados Unidos, Serbia, o México sentencian triunfantes “ya está trabajando”, “ya mandó a buscar a su familia”, “ya se buscó una renta”.

 

Las ocupaciones también parecen haber variado. Entre los vecinos existe una red de contactos que los mantiene al tanto del número por el que va la entrega de alimentos racionados que, aunque no pertenecen a la libreta de abastecimiento, se entregan mediante esta, con un ticket asignado y un carnet de identidad domiciliado en el núcleo familiar. El desgaste físico y emocional que conlleva estar pendientes a la distribución y a las colas del picadillo, del pollo, del detergente, que se entregan por separado durante el mes, tampoco es cuestionado; en su defecto existe la sentencia popular de que es así “como nos mantienen entretenidos”, dejando la tercera persona del plural a entender como el gobierno.

 

Por este mismo número de racionamiento se debe recibir carne de cerdo, pero las concentraciones de personas para comprar fueron tan grandes que muchos optaron por no adquirirla. Además, el cerdo se vendía por piezas, haciendo la distribución muy desigual y para algunos hasta desventajosa. En dos puntos de venta en San Miguel debieron recogerla después de empezada su comercialización por estar en descomposición. La nueva medida de las listas de racionamiento, que viene a reemplazar a los llamados LCC tampoco los erradica, porque en días que se deben despachar a 80 o 100 números, por ejemplo, la venta ocurre por orden de llegada en los turnos asignados, y a veces los últimos tampoco alcanzan.

Como medida de sanidad muchos eligen no sucumbir a la ansiedad de vivir a cuenta gotas el día a día, celebran de forma sencilla pero sin tener que madrugar en colas. Esta ecuanimidad es mayormente un privilegio para los que pueden permitirse evadir el sistema de racionamiento. La carne de cerdo que no se vende de forma racionada por parte del Estado, cuesta en el resto de los establecimientos más del doble, unos 480 CUP la libra, pero esta es una medida nominal para calcular la carne que generalmente se vende por piezas y no por libra, así que si al final del día no tienes una cifra muchísimo mayor o aspiras a comprarte solo 5 bistecs, no consigues comprar carne de cerdo. En estos mismos puestos, en las ferias municipales, o en los agromercados, los precios tampoco varían demasiado: una ristra de cebollas blancas puede llegar a valer 1000 CUP, una jaba de 5 panes redondos puede costarte 350 CUP, un pomo de mayonesa 380 CUP. En una fonda particular, popular para el almuerzo de los trabajadores, un plato estándar oscila entre 300 y 600 CUP, en un restaurante sencillo entre 500 y 1200 CUP. Para un salario mínimo de 2500 CUP los gastos mínimos de alimentación que superan los 6 000 son un desafío a la propia subsistencia.

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

Sin embargo, esta no la única realidad para todos los habaneros en una ciudad donde parecen convivir muy diferentes formas de vida a pesar de que el discurso oficial haya intentado allanarlas por años. En los mismos días en los que se espera con persistencia la entrega gratuita de tabacos, cigarros y ron (incluso para los que no beben ni fuman pero los revenden), o un combo de arroz, azúcar, espaguetis y chícharos, todo de procedencia venezolana, o la mencionada carne de cerdo, me llama un amigo que se encuentra en 3era y 70, Playa, comprando varias piezas de cerdo: lomo y pierna, entre 30 y 70 MLC. Otros habaneros acondicionan su día a día con el uso de varias App de rigor: la Nave para transportarse por la ciudad, Mandao para ordenar comida lista o alimentos preelaborados, grupos de Telegram para encargar productos agropecuarios, grupos de Whatsapp para medicinas importadas y productos de higiene, todo con entrega a domicilio.

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

Esta opción de ordenar desde casa, aunque reservada para un mínimo de la sociedad, parece ser la más recomendable a juzgar por las advertencias de todos: no andar solo de noche, tomar por calles transitadas e iluminadas, no sacar el celular en la calle, nada de joyería que llame la atención, si estás solo no le abras la puerta a ningún extraño aunque se identifique como cobrador, fumigador, etc.

 

Todo este orden de cosas imposibilita otros aspectos de la vida más allá de buscar productos básicos para la subsistencia. Un amigo al que no veía hacía tiempo postergó su visita durante todo un día por estar en trámites y colas inaplazables (una vez que llega un producto refrigerado a un punto de venta que no tiene las condiciones para mantenerlo la compra debe ser inmediata). Al final, cuando pudo liberarse de sus ocupaciones, decidió esperar al día siguiente porque “ya se había hecho tarde y no era seguro andar por estas fechas y a esta hora solo en la calle”.

 

Tanto la elevada criminalidad, los precios inaccesibles y las ocupaciones diarias para conseguir comida más barata son las razones de mayor peso por las cuales las calles de La Habana en estas fechas, siempre llenas de personas festejando, estén desiertas. Con las excepciones de las personas en diferentes modos de espera y colas, incluso los puntos de recreación más frecuentados en el Vedado o la Habana Vieja resultan más solitarios que de costumbre. Aún cuando existen ofertas culturales durante los fines de semana estas tienen una concurrencia ridícula. Justo antes de Navidad, un sábado a las 10:00 pm un DJ “pinchaba” frente a la Casa de las Américas con tres policías como únicos espectadores. El fin de semana siguiente, en pleno curso del Aquelarre, un festival nacional del humor bastante popular, el cine Yara tenía solo sus seis primeras filas ocupadas. Los asistentes se reían de los temas en boga: el racionamiento, la moneda “dura”, “los volcanes” y los diferentes ritos religiosos para lograr “hacer la travesía”.

La Habana es la capital de un país donde la realidad toca todos los resortes plausibles del sentido común, del orden social, del imaginario popular. Un día un bodeguero vende los mandados de sus vecinos y se va del país con lo recaudado, dejando a sus clientes sin la cuota del mes. Otro día el Ministerio de Salud Pública admite que dos trabajadores de un hospital en Santiago de Cuba han estado vendiendo órganos de procedencia humana, sustraídos de la morgue, presuntamente para venderlos como comida o como artículos religiosos; ya el objetivo final no importa ante las especulaciones de un horror cotidiano que se normaliza. En este año que finalizó más de cuatro bebés han sido abandonados en diferentes provincias del país, algunos corriendo suertes lamentables. Pero esos son solo los casos que trascienden en las redes. Como sea, la sociedad cubana parece vivir en un estado de alarma perpetuo, naturalizando precariedades y alegrándose por mínimos derechos que reciben como milagros. Ni siquiera los chistes resultan subversivos cuando el contexto cotidiano supera la ficción. La Habana no se ha vuelto repentinamente tranquila; si en un año se han ido más de 300 000 cubanos solo por Estados Unidos, según la demografía habanera al menos una persona de cada diez ya no está, esto puede variar según los grupos etarios. La gente joven se va, los mayores se atrincheran, muchas familias contemplan eventualmente un viaje que depare un futuro menos desgastante. A los que no pueden aspirar a ese cambio les espera envejecer a un ritmo cotidiano donde prima el hastío y la incertidumbre.

 

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